Un pulso desigual
La crisis financiera originó iniciativas regulatorias globales para evitar nuevos desmanes, pero el ‘lobby’ bancario aún dispone de un marco en el que el ...
De José Manuel Gómez de Miguel, Exjefe de la División de Regulación Bancaria del Banco de España (1996-2012)La crisis financiera originó iniciativas regulatorias globales para evitar nuevos desmanes, pero el ‘lobby’ bancario aún dispone de un marco en el que el interés público queda en segundo plano.
Los bancos son hoy mucho más resilientes que al inicio de la crisis financiera y, pueden afrontar las consecuencias de la pandemia con las mayores garantías”. Cuando los supervisores de todo el mundo lanzan ese mensaje aprovechan para atribuir buena parte de esa mejora de la situación financiera de los bancos a los cambios en la regulación bancaria prudencial a partir del Acuerdo de Basilea III*, conseguido apenas tres años después del inicio de la crisis. El acuerdo supuso un cambio de 180 grados en los requerimientos de capital y otras exigencias dirigidas a asegurar la solvencia de los bancos y la calidad de su gestión.
Sin embargo, un ejecutivo de un gran banco español citaba hace poco la regulación como una de las principales amenazas para la rentabilidad de su negocio. A menudo los representantes de la gran banca se quejan de la carga de aplicar los miles de páginas que les imponen los reguladores.
Es cierto que la regulación es muy detallada y que a ella se le unen las reglas de conducta y, desde luego, la normativa contable y de transparencia, ambas prolijas; y que toda la regulación está sujeta a cambios o actualizaciones frecuentes.
Pero al menos tan cierto como lo anterior es que:
– Buena parte de los recursos que los bancos dicen dedicar a lidiar con la regulación en realidad se dirige a demostrar que es innecesaria, inoportuna o excesiva (labor de lobby).
– La denuncia de la complejidad de la regulación no se aplica cuando los requerimientos resultantes son más laxos, y toda búsqueda de una simplicidad regulatoria compatible con niveles de exigencia equivalentes se menosprecia.
Y siendo aún menos generosos con esas quejas, se puede afirmar que hasta la crisis los bancos centraron sus esfuerzos en:
– Debilitar la cantidad y la calidad del capital que debía cubrir los riesgos asumidos. Desde 2001 se usaron las preferentes como capital de primera clase, a sabiendas de su dudosa capacidad en la absorción de pérdidas.
– Dejar a un lado medidas precisas y homogéneas del valor de los riesgos que determinan el capital necesario para cubrirlos, y sustituirlas por sus propias métricas, menos exigentes.
– Combatir cualquier regulación doméstica adicional.
Esa fue la época de la desregulación bancaria, entendida como la del debilitamiento de las exigencias prudenciales. El grado de descaro llegó tan lejos que los voceros neoliberales calificaron esos años como la era de “la gran moderación”, cuando en ella se fraguó la mayor burbuja financiera desde 1929.
La crítica al peso de la regulación no muestra otra cosa que la debilidad de la dimensión pública o social de la que adolecen la mayor parte de banqueros. Lo cierto es que nunca han propuesto una medida prudencial que limite sus riesgos o su actividad en beneficio de sus depositantes, o de la sociedad en general, por encima de los intereses de sus accionistas. Y ello pese a que los bancos han recibido de la sociedad (junto al banco central) el monopolio de crear dinero, y aunque la experiencia nos muestra las consecuencias sociales, gravísimas y duraderas, que arrastran las crisis bancarias, y, por tanto, la necesidad social de mantener bajo control público toda la actividad bancaria susceptible de poner en riesgo la confianza en que se basa su negocio.
Pero también es justo reconocer que esa actitud ha merecido, en ocasiones, la comprensión de supervisores y reguladores.
Tras ello está el tremendo poder económico, social y político de que disfrutan los banqueros, y los medios de que disponen, en ocasiones superiores a los del supervisor, que en algún caso se traducen, también, en puertas giratorias en los niveles más altos.
Ambos factores permiten hablar de la captación del regulador o del supervisor. Sin esa presión es difícil comprender, por ejemplo:
– La timidez del Comité de Basilea y de los reguladores locales en penalizar el tamaño o, lo que es igual, el riesgo; no hay límite alguno al acumulado por una entidad; los recargos en capital que merecen los gigantes bancarios son poco significativos. En España hay permisividad con el aumento de la concentración bancaria, a sabiendas de que aumenta el riesgo sistémico y daña la estabilidad financiera.
– La desgraciada fusión de Bankia, última oportunidad de creación de una banca pública, cedida a cambio de acciones por valor de apenas 4.000 millones de euros, cuando menos de dos meses después una entidad privada demuestra, vendiendo en EE UU un negocio de rentabilidad y expectativas parecidas, y de menor tamaño, que se puede obtener, en efectivo, más del doble.
Pero más allá de las debilidades de la regulación o de la opacidad del supervisor, son algunas de las decisiones políticas adoptadas por los poderes públicos responsables del buen funcionamiento del sistema bancario las que muestran una probable subordinación a los intereses de la banca. Solo así, se puede entender:
– La desaparición de las cajas de ahorro, hurtadas a la ciudadanía y convertidas en bancos sin debate social y con argumentos cargados de prejuicios.
– La falta de responsables personales de la crisis financiera de 2008. Casi ningún banquero ha sido penalizado por su imprudencia en la gestión de las entidades que hemos contribuido a salvar con un gasto público de más de 50.000 millones de euros prácticamente irrecuperables.
Al mencionar este último asunto no estoy criticando la sentencia dictada por los tribunales en el caso de la salida a Bolsa de Bankia, que me parece bien fundada. Hablo en otra dirección: y es que la ley española considera infracción muy grave, por la que pueden ser sancionados e inhabilitados los directivos responsables, que la entidad tenga “deficiencias en su estructura organizativa, en sus mecanismos de control interno o en sus procedimientos administrativos y contables, incluidos los relativos a la gestión y control de los riesgos, cuando tales deficiencias pongan en peligro la solvencia o viabilidad de la entidad”.
Sin embargo, desde que comenzó la crisis financiera, el Banco de España, responsable de la disciplina de los bancos, solo ha abierto un expediente sancionador por mala gestión a una entidad bancaria y a sus directivos (el Banco de Valencia). Eso quiere decir que, salvo en ese caso, el Banco de España considera que no se pueden atribuir las deficiencias a los banqueros que gestionaron las entidades quebradas. Pese a que el anterior gobernador del Banco de España calificó a alguna de esas entidades como “lo peor de lo peor”, deberemos, pues, pensar que todo fue fruto de la cólera divina o del azar. Si fuera por el supervisor, todos esos banqueros podrían desempeñar de nuevo las mismas funciones.
No es fácil creer que los banqueros van a orientar su actividad poniendo en lugar preferente el interés de depositantes y ciudadanos, o que los reguladores y supervisores van a estar al margen de la influencia de esos banqueros. Sin embargo, podemos consolarnos algo pensando que, pese a todo y a buena parte de los implicados en su cumplimiento, la regulación bancaria nacida con Basilea III ha desempeñado un papel relevante en que hoy podamos sentirnos algo más seguros ante el riesgo de una nueva crisis financiera.